De Barbaries y Vanguardias

Agosto 2010

Fue muy gráfica aquella frase del “estadista” N. Kirchner refiriéndose al complejo agroindustrial exportador argentino: voy a ponerlos de rodillas. Dio en el clavo, al salirse de sí, con la descripción del fin último y real de una institución -el Estado- nacida para forzar.

Es teoría aceptada que el Estado se originó cuando una tribu de nómades armados cayó sobre una población pacífica que vivía del cultivo de sus tierras (¿toda similitud actual será coincidencia?).
Tras el saqueo, el incendio y las violaciones de rigor los asaltantes se retiraron planeando el próximo golpe sobre otra comunidad similar. Pero pasado algún tiempo en estos menesteres, cayeron en cuenta de que sería más útil y menos costoso para ellos ejercer un saqueo controlado. Las víctimas podrían así recuperarse para volver a producir más pronto, y los nómades atacantes podrían volver al año siguiente para hacerse de más bienes. Lo que llevó, mejor aún, a terminar estableciéndose en el asentamiento sometido sin molestarse en viajar, para mejor controlar y cobrar los tributos a su tribu esclava.
Con el correr de los años el mestizaje entre dominadores y dominados eventualmente borró las diferencias étnicas y culturales. Mas la institución de control y cobro perduró intacta, perfeccionándose hasta lo que hoy conocemos como estados-nación, que siguen ejerciendo su dominio sobre una determinada área geográfica, mediante la fuerza de las armas.

¿Qué es en realidad un Estado? Es una agencia monopólica (no admite competencia) cuya tarea es la coacción institucional, con instituciones pensadas para garantizar la estabilidad y el progreso… de la propia agencia. Un ente invasor que lleva en su ADN las semillas indetenibles del incremento constante de su propio tamaño y “éxito” operativo.

Desde luego, ninguno de nosotros firmó contrato social alguno ni acepta tácitamente entregar tributos al Estado, si no es bajo amenaza. Y si alguien duda de esto, le bastaría con imaginar qué pasaría si mañana se tomase una sola y pequeña medida: despenalizar la evasión impositiva. Vale decir, quitar la pistola de la espalda a los 40 millones de ciudadanos argentinos que “eligieron libremente” vivir bajo este sistema.

Todos sabemos que a través de la historia, los Estados (no los individuos gobernados) han comandado guerras, desacuerdos, genocidios, explotación en masa, dictaduras de las mayorías sobre las minorías, discriminaciones económicas selectivas, represión, venganzas personalizadas e infinidad de calamidades cuya expresión creciente coincidió con el poder creciente de esos mismos Estados. Ayer nomás, durante el siglo XX, estos monopolios coactivos -ya crecidos- asesinaron a más de 170 millones de seres humanos (sin contar los sacrificados en guerras), que osaron oponerse a sus políticas internas.
También sabemos que sin importar qué tan perversa pueda llegar a ser una persona en particular, nunca podría causar el daño que causaron aquellas que lograron multiplicar por mil su poder, encaramándose a la maquinaria estatal (como Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot, Milosevic, Saddam y algunos argentinos entre muchos otros). Si hubiesen tenido que afrontar el costo de sus decisiones con dinero de sus propios bolsillos o hambre de sus propios estómagos en lugar de usar la posibilidad de externalizarlo sobre cabezas ajenas, otra hubiese sido la historia.

A lo largo de la primera década de este siglo XXI la ciencia económica siguió evolucionando sobre la experiencia acumulada. La vanguardia científica de la Escuela Austríaca, responsable de los “milagros” económicos alemán, italiano y japonés de posguerra y a la que adscriben numerosos premios nobeles, sostiene ya que la nueva concepción dinámica del orden espontáneo impulsada por la función empresarial globalizada concluye dando por tierra con todas las viejas teorías justificativas de la existencia del Estado. Es más: se demuestra que, aunque se lo pretenda limitado, siempre crecerá violando sus límites dada la propia naturaleza de los seres humanos que lo usufructúan; que el estatismo es teóricamente inviable, que su destino es un nuevo colapso empobrecedor y que, en definitiva y a esta altura de la evolución tecno-informática, la excusividad del poder es totalmente innecesaria.

A nivel de la gente común se cree todavía que es necesario porque se confunde la existencia del Estado, con lo necesarios que son los muchos servicios y subsidios (tapando sus desaguisados) que hoy ofrece con carácter monopólico. Cuando bastaría que cualquier necesidad dejara de ser declarada “pública” para que surjan los incentivos necesarios posibilitando que toda la energía creativa de los emprendedores locales (y del planeta) satisfaga en competencia abierta dicho requerimiento, mejor y más barato. Apelando a todas las innovaciones jurídicas y tecnológicas necesarias descubiertas y por descubrirse, bajo la condición de liberar en serio la función empresarial con la consecuente justa y plena captación privada de sus resultados económicos.

La gente de trabajo resulta hoy esquilmada con intervenciones, regulaciones e impuestos destinados a solventar el propio aparato recaudador y controlador. Y también a financiar los mencionados gastos y servicios públicos de exorbitante costo unitario real, bien enmascarado en el fárrago estatal. Su desaparición, lejos de traducirse en el abandono de cosas como rutas, escuelas, asistencia social y hospitales implicará su mejora en calidad, cantidad y baja de costos para usuarios que a su vez ganarán más dinero, en un entorno de muy ampliadas oportunidades laborales.

Debemos reconocer que incluso el liberalismo clásico con todos sus ideales republicanos, fracasó en el intento de poner límites al poder del Estado. Y debemos empezar a considerar también que la mayoría de sus economistas y referentes políticos van quedando desactualizados al seguir proponiendo más de las mismas e ingenuas pretensiones. ¡Ni qué decir de los que, con mentalidad de bárbaros esclavistas, todavía apoyan más medidas socializantes, coercitivas y violentadoras!

No nacimos para ser forzados; una revolución pacífica de respeto, tolerancia y verdaderas libertades, está en marcha. Porque como dijo George Orwell “En época de engaños, decir la verdad es un acto revolucionario.

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