¿Revolucionario?


Octubre 2010

En el obligado acto del día 17 de este mes, el Sr. Moyano (*) afirmó, entre otras inexactitudes, que el proyecto de ley que obligaría a las empresas a entregar el 10 % de sus ganancias a los empleados es no sólo deseable sino en verdad revolucionario.
Demás está decir que no sólo es indeseable por contraproducente a mediano plazo para sus supuestos defendidos, sino que de revolucionario no tiene nada. Revolución sería subvertir el orden existente cuando en este caso, por el contrario, se lo estaría perfeccionando.

Lo revolucionario hoy, aquí y en todo el mundo, es la poderosa idea-fuerza de abolir la violencia que genera el Estado con sus atropellos “legales”. Porque existen otros derechos éticamente superiores, anteriores y de mayor efectividad práctica a los efectos del bienestar del mayor número.
Lo del Sr. Moyano y sus compañeros peronistas, lo de sus primos hermanos ideológicos socialistas y radicales, lo de sus parientes putativos del Proyecto Sur o del Acuerdo Cívico entre otros, es lo reaccionario; lo que protege y preserva privilegios verdaderamente intolerables.

Sigue pendiente, a nivel global, la habilitación de otros derechos que los gobernantes se niegan a reconocernos. Normas de enorme impacto en la tarea de hacer efectiva nuestra condición de personas individualmente valiosas, únicas e irrepetibles. Literalmente sagradas e intocables. Y acreedoras, además, a un nivel de abundancia ética y material muy superior al actual.
Apoyando leyes que respeten a cada ciudadano como a una minoría en sí misma, poniéndolo a salvo de la agresión y haciéndolo depositario de autoridad sobre su propio autogobierno, anterior y superior a cualquier pretensión coactiva de terceros, incluido el propio Estado.  
Haciendo en contrapartida responsable a cada uno de sus propios actos, e impidiendo su dilución irresponsable (como ocurre hoy) en las decisiones de una masa indiferenciada.

Verdaderos derechos humanos de segunda generación que superarán algún día la tara que frena el progreso de la humanidad: la vileza de la envidia, de las propias incapacidades y resentimientos, del egoísmo y la rapiña,  llevadas al nivel de norma social rectora a través de sistemas que  eluden la consecuencia personal de ser malas personas, propiciando el reino del “tirar la piedra y esconder la mano” que nos caracteriza.   

Las libertades individuales son nuestro destino como humanos no esclavos y la no violencia (adelantada por Cristo, Gandhi o Luther King), nuestro camino.   Sin libertad, obviamente, la democracia deja de ser un camino, un medio, para convertirse en un fraude. “Fraude patriótico” practicado con cinismo en nuestro país durante, al menos, las últimas ocho décadas.

Por eso, es nuestro deber de personas no sometidas luchar por abolir los irritantes privilegios de los campeones de la pobreza: personas que, escudadas en el Estado, impiden que la sociedad goce de estos y de muchos otros beneficios.

Nos toca, qué duda cabe, vivir una época de barbarie. Hoy, todo es democracia intervencionista; burdos manejos de masas para elegir por prepotencia numérica a déspotas, que aplicarán a todos y por la fuerza su propia normativa. La que beneficia a quienes los ayudaron a llegar a ese comando, a los “empresarios” amigos, a la corporación sindical y a ellos mismos.
Un sistema tan primitivo y discriminador que debería repugnar a quienes se precian de conservar un mínimo de dignidad.
Bárbaro y regresivo porque además, muchos de quienes votan a violentos para que sometan por la fuerza al prójimo en su beneficio, empiezan a hacerlo sin empacho. Con cínica satisfacción y fatalismo.

Hablar de revolución, en cambio, es hablar del derecho de cada uno a rechazar esta trampa mafiosa, a no aceptar ser representados por criminales, dinosaurios ideológicos y felpudos, a no reconocerles potestad para quitarnos el dinero por la fuerza con sus impuestos, ni para decidir sobre la educación de nuestros hijos, sobre el ataque a nuestra prensa ni sobre la pensión de nuestros mayores. Porque lo vienen haciendo muy mal; porque vienen robándonos, vejándonos, frenando nuestra iniciativa individual, arruinándonos y enriqueciéndose con ello.

Hablamos de la libertad para crear, arriesgar, invertir, producir, negociar, vender, crecer y disponer del fruto de este trabajo como mejor le parezca a cada miembro de nuestra sociedad sin temor a que un funcionario lo impida, en uso del monopolio de la fuerza.  Hablamos de la revolución que significa disponer de dinero limpio sin ser obligados a mantener a una maldita corte de vagos y parásitos; de cafishos y vivillos. Libertad para cambiar, elegir y ser contratados por nuevos empleadores que nos participen voluntariamente de sus ganancias porque en la expansión ello les convendrá. O para destinar parte de esta creciente riqueza al esfuerzo solidario que nuestra conciencia nos indique.
Todos derechos conculcados o inexistentes en esta tierra de maleantes, donde imperan las leyes del gángster y del perro del hortelano, potenciadas por cien en la coacción estatal.

Hablamos de la evolución de comprender finalmente que el forzamiento siempre es perverso; engendra violencia y conflicto de facciones. Que nada bueno ni eficiente surge de lo malo. Que el Estado ha sido durante toda su historia el principal forzador y que de ello se derivan la desigualdad y la pobreza que azotan a las sociedades hoy. Y de asumir que votando dirigentes que nos sigan proponiendo más de lo mismo (que el Estado, con más intervención, arregle el daño que el propio Estado causó), solo prolongará nuestra agonía. Eso sí sería ser revolucionarios.


 (*) 17 de Octubre: día peronista por antonomasia. Moyano, Hugo: sindicalista y Secretario Gral. de la Confederación General del Trabajo en Argentina.

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