Suerte y Destino

Abril 2011

No es un tema menor aquel de “la oportunidad de tener suerte”. Forma parte importante de las oportunidades que una sociedad justa debe brindar a sus integrantes, en especial a aquellos que parten desde una situación desfavorable: malas grillas de partida que podrían deberse al déficit de esfuerzo inteligente (o al mal voto) de padres y abuelos, a la propia incompetencia anterior… o simplemente a la mala fortuna.

Resulta innegable que la suerte es un gran igualador y que cualquiera (si el entorno es adecuado) puede beneficiarse de ella.
Si sólo se premiaran nuestras habilidades y competencias las cosas serían más injustas ya que no elegimos nuestras habilidades, y porque demostrar nuestra competencia depende de factores que con frecuencia no controlamos.
Evitando que siempre “gane” el mismo afortunado, el azar ofrece muchas veces la oportunidad de barajar y dar de nuevo en el mundo socio-laboral. La suerte, claro, es más igualitaria que la inteligencia.

Una vez más el capitalismo, ese sistema que por naturaleza beneficia más a los que menos tienen, auxilia a quienes estén listos para aprovechar las oportunidades maximizando la potencia niveladora del factor suerte. Porque un sistema que promueve la más amplia libertad de negocios, el real acceso al crédito, la desregulación burocrática y la rebaja de impuestos prepara eficientemente a una mayor cantidad de gente con ganas de progresar, para capturar con ventaja las variaciones y favores que se producirán en el mercado.

Es inocultable que contra esta clase de oportunidades para todos, trabajan los partidos de nuestra vieja centro izquierda progresista. La misma que desde 1945 cementó y fraguó el terrible piso de 30 % de indigencia y pobreza, tras bajarnos a garrotazos del top ten mundial que “la derecha” -con todo y sus errores- nos había legado.
Progresismo bien representado hoy en el arco que va de Solanas a Binner y de Alfonsín a Cristina, pasando por Moyano, Scioli y Bonafini entre otros. Dirigencia cavernaria que sigue combatiendo al capital mientras tensa el torniquete impositivo, con el polvoriento cuento marxista de los ogros corporativos capaces de engullir al mundo. De que los poderosos se hacen cada vez más poderosos y que los medios de explotación empresaria se autoalimentan, multiplicando la injusticia del sistema.

En realidad, y tal como observa el experto en la ciencia de la incertidumbre, matemático y filósofo libanés Nassim Taleb “hagamos un corte transversal de las empresas dominantes en un momento dado; muchas de ellas habrán desaparecido varias décadas después, mientras que empresas de las que nadie oyó hablar habrán aparecido en escena, salidas de algún garaje de California o de una habitación de algún colegio universitario. Consideremos la aleccionadora estadística siguiente: de las 500 mayores empresas de los Estados Unidos en 1957, únicamente 75 seguían formando parte de este ranking cuarenta años después. Sólo unas pocas habían desaparecido en fusiones; las demás se habían reducido o habían quebrado.
¿Porqué fue el capitalismo (y no el socialismo) el que destruyó esos ogros?” Como se ve en el país más capitalista “si uno deja solas a las empresas, estas tienden a ser devoradas. Históricamente, cuanto más socialista fue la orientación de un país, más fácil les resultó a las grandes empresas permanecer y dominar. Los gobiernos socialistas protegen a sus monstruos en problemas y al hacerlo, abortan a los posibles recién llegados. La suerte hizo y deshizo Cartago; hizo y deshizo Roma. Las corporaciones de talante ávido y bestial finalmente no significan amenaza alguna, porque la competencia las mantiene a raya.”

A más competencia, más raya. A más capitalismo, más competencia y menos ogros protegidos. En el oscurantismo político que nos toca vivir, el destino se elige votando en mayor número y el papel que la suerte desempeña en él, también.
Frenar la competencia (y la competitividad) es dar ventaja económica a los “amigos” monopolistas, impidiendo el desarrollo de los entornos favorables y cortando las piernas a la oportunidad de que los desfavorecidos se favorezcan.

Mientras que nuestros muy votados populismos se dedican a bloquear la libre competencia a través del dirigismo intervencionista que les es tan lucrativo, quienes sostenemos los ideales liberales (y en su extremo de potencia creativa, libertarios) luchamos por controlar en serio a las grandes empresas y a cualquier forma de monopolio (incluidos los estatales) a través del poder soberano de la gente común, eligiendo en libertad sobre mercados en verdadera competencia, que no estén intra-distorsionados con reglas discriminatorias.
En ese marco, las empresas pueden quebrar las veces que quieran mientras subsidian con sus propios fondos a esa gente común que aprovechará sin miramientos los precios, las ofertas, los saldos y las liquidaciones por cierre. ¡Que transfieran de manera voluntaria su dinero, literalmente, a nuestro bolsillo!
Tratándose del Estado, en cambio, el interés público está en asegurarnos de que no nos transfiera el costo de sus locuras.

Sería impropio de personas educadas urgir a nuestras mayorías a que -de una buena vez- dejasen de ser carne de prostitución política. Nos bastaría que lo fueran en los lugares adecuados, entre los que no se encuentra, por cierto, el cuarto oscuro electoral.

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