Abril 2012
Para escuchar la verdadera voz
del pueblo, deberíamos filtrar por un momento el ruido de estática generado por
la gritería cruzada de todos quienes votaron y no votaron al conjunto de ineptos
y cleptómanos que nos guía. Tal vez se oiría entonces, como dicen, la voz de
Dios.
Una voz profunda y argentina que,
como siempre a lo largo de la historia, ha venido exigiendo libertad (como
afirma nuestro Himno Nacional) pero que de manera creciente en el curso de los
últimos años, está pidiendo antes…
justicia.
Porque hay una profunda
sensación de traición a la ética pública y a las ideas de los Padres de la
Constitución, de robo descarado y villanía general en este sainete repartidor
de lo ajeno, mezcla de hipercorrupción y amiguismo.
Con funcionarios y
sindicalistas tan escandalosamente ricos como penalmente intocables que impiden activamente, por mera conveniencia clientelista, el aterrizaje de inversiones
destinadas a la creación de nuevos empleos reales (privados, sustentables) y
legales.
Y con un racimo de empresarios
pusilánimes en escena, más parecidos a prostitutas cortesanas en cuclillas que
a hombres libres de pie. A verdaderos capitanes del poder productivo argentino
frente al mercado mundial.
Hay una dura sed de justicia,
tensa y subterránea. Un ansia de responsables que paguen con cárcel y con todo
su dinero malhabido, incluso post mortem y post testaferros, por el daño a largo plazo que causaron. Pervirtiendo
los valores cívicos del trabajo, la honestidad y el ahorro, comandando la des-educación
pública y descartando una visión económica lúcida, de conjunto y pensada para
la próxima generación.
Exigencia de juicio y castigo que se nota sobre todo
entre los millones de ciudadanos (fueron 17.266.000 adultos, el 60 % del padrón
electoral) que, sea por acción u omisión, no votaron en Octubre pasado a la
señora de Kirchner ni a su grupo legislativo de tareas. Grupo oficialista que
desde hace años “trabaja” con sus actos de gobierno y “ejemplos” de vida,
afianzando la percepción popular de que casi todos los que tienen dinero hoy en
el país son, a priori, sospechosos de haberlo conseguido demasiado rápido y por
izquierda.
Percepción ciertamente fundada,
que refuerza esa demoledora sensación de desaliento al esfuerzo tenaz y honrado,
que mina toda iniciativa de superación. Y que invita con cantos de sirena a rendirse, considerando “mala cosa” -en
el inconsciente colectivo- al éxito empresarial, a la riqueza personal, al
refinamiento socio-cultural y al bienestar de alto nivel (o al lucro en
general). Aplicando así vaselina a la cultura
del fracaso, del resignarse a ser la masa socializada, mediocre y pasiva sobre
la que nuestros campeones del impuesto (y de la irresponsabilidad económica) montan,
como expertos domadores.
El saberse plantados en la
insumisa corrección de Belgrano y San Martín, en las elevadas miras intelectuales
de Alberdi y de Sarmiento o en la real inteligencia política de estadistas como
Roca, Pellegrini o Alvear no es consuelo suficiente para los argentinos rectos
del 2012.
No les basta, aunque lo sepan,
que la actual ronda triunfal de criminales será recordada por la Historia bajo
el mero rótulo de laxante ideológico. Y que los descendientes del kirchnerismo,
del menemismo, del peronismo de los ’70 y ’50 y de todos sus colaboracionistas,
verán tallados sus apellidos en piedra
(cuando se edifique, dentro de un par de siglos) en el Panteón de los Infames
Traidores a la Patria.
No les basta porque ven a
diario cómo esta podredumbre se lleva por delante no sólo el futuro de sus
hijos sino el de los clientes de la propia mafia cleptómana de Estado. Condenando
a los más pobres e ignorantes a reptar sin
sueños de progreso, inmersos en un mar de carencias que los empuja a
enfermedades, estrés, delitos, vicios alienantes y muertes prematuras.
Se trata, en verdad, de
nuestra reserva moral; la de ciudadanos aún no alcanzados a pleno por el largo
cuchillo de la lobotomía estatista. Que intuyen con visceral patriotismo otra
Argentina posible, muy distinta y basada en la libertad de hacer. De capitalizar, crear, innovar, producir, exportar,
emplear, repatriar e inmigrar. De reescalar las posiciones perdidas y de volver
a liderar, no sólo en Latinoamérica sino a nivel global. Posibilidades, todas,
frenadas en la pegajosa red policíaco-tributaria del intervencionismo dirigista
que todo pretende codificar y saber mejor que los propios interesados, entorpeciendo
a nivel 10 por cada “apoyo” oficial concretado a nivel 1.
Personas que cansadas del
estúpido tiovivo de nuestras crisis, van asumiendo el sentido último de aceptar
(parafraseando a Ronald Reagan) que las diez palabras más peligrosas del idioma
español son: “Hola, soy del gobierno y he venido aquí para ayudar”.
Mujeres y hombres que
recuerdan ahora aquel punto de inflexión dentro
del clásico ciclo decadiano de quiebres populistas, marcado por la “guerra
contra el campo” en el 2008, cuando Néstor Kirchner afirmó, profético, que no
permitiría un cambio de política y que antes prefería la ida a pique de la
mismísima Argentina, con él abrazado al palo mayor. Seguido de la famosa declaración
de la ruralista Analía Quiroga lanzando al aire la obvia repregunta “Néstor ¿te
falta materia gris?”.
Sólo será la Justicia,
señoras. Sólo será el golpe del cerrojo
en la celda de estos dirigentes ladrones, señores, las que darán bandera de
largada y señal de cronómetro para esa otra Argentina posible.
Un tipo de justicia donde los
líderes faltos de materia gris paguen con vidas y haciendas por el lucro cesante social y por el daño
emergente nacional de sus gravísimos yerros. Una donde el cinismo imbécil
no pueda ser causal de inimputabilidad.
Justicia que hoy está tan
distante como surge de comprobar que, sin problemas, un “señor” ministro de la
Suprema Corte es dueño de prostíbulos ilegales o que el “señor” juez federal
que se designa para todo funcionario corrupto, queda filmado en su hábito de mancebo
sodomizado en casas de tolerancia gay.
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