Agredidos

Noviembre 2013

Tras la euforia cívica de haber participado durante esos gloriosos (y costosos) 2 minutos de éxtasis electivo de los que gozamos cada 2 años, no estaría de más retomar por otros pocos minutos el perdido arte de la reflexión política, un grado más allá de lo usual.
Sabiendo, como sabemos todos, que fue estadísticamente mucho más probable haber caído muerto camino del comicio… que nuestro voto haya servido para cambiar -realmente- algo.

Nadie desconoce que en la democracia real son los más fuertes, con mayor influencia y/o capacidad de extorsión quienes pueden condicionar al gobierno haciendo que sus políticas los favorezcan, más allá de los discursos “políticamente correctos” y del voto de la gente.  Se trata de aquellos con poder “de facto” de presión.
Hoy y aquí, la corporación estatal en el intercambio de "favores" entre sus 3 poderes y con sus demás clientes naturales, los empresarios cortesanos partidarios del proteccionismo, los gremialistas corruptos, los líderes de turbas facciosas y otros grupos con similar… convicción democrática.

Indefectiblemente, intereses sectoriales que logran privilegios.

Simples agresores sociales que sustituyen sin ruborizarse el núcleo de nuestra bella teoría constitucional (igualdad de oportunidades y ante la ley, libertad de prensa, industria y comercio, no discriminación impositiva etc. etc.), por una suerte de Ley de la Selva donde pueden conseguir más del Estado para su parcialidad mediante sobornos, asociaciones ilícitas y retornos de negocios a costa de los intereses de la inmensa mayoría de la población.

En una democracia ideal, en cambio, el gobierno no podría (aunque quisiera) permitir que se violasen los principios constitucionales. Aquellos con el garrote más grande no tendrían entonces oportunidad de forzar el establecimiento “legal” de privilegios generadores de riqueza fácil pisando cabezas ni hundiendo el futuro de los demás ciudadanos.
Si viviésemos esa utopía no sería posible inclinar la cancha ni la balanza de la Justicia en favor de nadie. Tampoco trocar las infinitas negociaciones particulares que se dan a diario, en batallas desiguales donde algunos cuenten con árbitros (funcionarios, legisladores o jueces) que fallen en su favor.
Es decir: los poderosos no podrían aplastar la igualdad, frente a la sana competencia que siempre beneficia al mayor número.

La moderna democracia representativa, republicana y federal surgida hace escasos 226 años en los Estados Unidos y aplicada hoy en la mayor parte del mundo civilizado, es la real del primer párrafo. La ideal funcionó, sí, pero duró poco diluyéndose probablemente sobre el final de la gestión del presidente norteamericano James Monroe, hacia 1825.
Porque el sistema es, por más controles cruzados que se le agreguen, víctima de su intrínseca tendencia -de su gen letal- al crecimiento del intervencionismo “iluminado” en todos sus estamentos. De su pulsión, tan humana, al abuso de poder. Y del consecuente gasto estatal, convenientemente tercerizado a través de tributos cobrados de la única forma posible: bajo amenaza armada.
Llamando al pan, pan y al vino, vino: burdo forzamiento numérico comprado a través de la mencionada ley del más fuerte.

Es la razón por la que, en la cruda realidad, la democracia se limita a mantener -con mejor maquillaje, admitámoslo- la vieja fórmula de usar la estupidez humana en beneficio de castas parásitas.
Actuando en 2013 en espejo con lo que sucedía durante  las monarquías absolutistas, con despotismos como los de 1713 (nobleza desprestigiada, clero materialista, inmovilidad cultural etc.) que tantos cientos de millones de ilusos creyeron haberse sacado de encima mediante el advenimiento del “gobierno del pueblo”.

Soñar con pececitos de colores en política, siempre fue peligroso. Comprensible hoy, tal vez, en un entorno de mujeres y hombres de labores, vestimentas y distracciones simples. Productos del cínico pan y circo; del “plan” y el “Fito”; de la educación escasa y sesgada a que se redujo a la mansa mayoría de nuestro pueblo.
Pero preocupante en señores sofisticados de finos trajes y casas confortables. En señoras elegantes; cosmopolitas y educadas. En argentinos informados y profesionales de clase media; de alto orgullo patriótico y sentido global de responsabilidad histórica, que educan a sus hijos en buenos colegios y universidades.
Soñarlo allí, más que peligroso es, en tanto élite ética e intelectual, criminal. Además de irresponsable, cobarde y muy cruel con los que no tienen la suerte de “zafar”, como ellos, de la agresiva negación de progreso en curso. La real; la de los pobres de 3 generaciones.

Quizá tuvo razón un fastidiado Carlos Pellegrini cuando alguna vez ironizó por lo bajo: “Señores, no hay voto más libre que el voto que se vende”. O cuando en otra ocasión, comentando los resultados de la ley Saenz Peña de voto universal, secreto y obligatorio recapacitó sobre posiciones previas afirmando: “Acabamos de entregar un arma cargada a un niño”.

Hasta aquí, la realidad de facto. Lo desesperante por inadmisible. Por contrariar todo lo que nos inculcaron, siendo nuestra venerada diosa democracia la máquina de impedir (y vampirizar) que es.

Nuestro verdadero camino de liberación nacional, nuestro manifiesto más radical y movilizante sería el que llegase al corazón de las mayorías perforando aquella capa de centenaria estupidez humana, con la consigna de regalarnos una dirigencia impedida de agredir al común de la gente, legislando ventajas para algunos a costa de todos.
En un sistema que se orientase gradualmente hacia lo filo-libertario, con un Estado que se atenga al muy católico principio de oro de la subsidiariedad. Reducido a  instituciones administrativas dentro de una efectiva estructura asistencial y de servicios  privados, operando -como consecuencia- en una economía “con esteroides”, de plena ocupación, altos salarios y gran soberanía individual del trabajador. Gobierno que estaría inmerso, también él, en la mencionada igualdad ante la ley y que debería por tanto someterse como todos al aún más cristiano principio de no agresión.

Agresión inmoralmente avalada del vago sobre el laborioso, en primer término.

Los ladrones, intelectuales y ateos de izquierda odian al libertarianismo porque saben que a plazo fijo es el gran adversario filosófico al que deberán enfrentar. Y que serán los libertarios quienes finalmente desnuden al socialismo ante la gente, pasándole factura histórica de las miserias genocidas, de las terribles pérdidas de tiempo causadas y de sus robos monstruosos (como los desfalcos kirchneristas: ¡otra que “década infame” de los años ‘30!).
Porque los liberal libertarios son los portadores del único sistema de ideas de vanguardia para la elevación popular sin fisuras éticas; de un progresismo moral verdaderamente revolucionario en su no-violencia militante.
De inmenso potencial productivo, sí, pero con el inteligente atractivo adicional de fluir en perfecta armonía con la naturaleza humana.





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