Diciembre
2015
Los
recientes atentados terroristas de Estado Islámico en Francia resultan motivo
de confirmación positiva respecto de las inmensas ventajas del sistema de la
libertad y de los horrores que acarrea el autoritarismo.
Aunque
las matanzas en Europa y otros sitios compelen al mundo civilizado a una
reacción, sus autoridades estatales siguen sin mostrar la madurez requerida
para actuar concertadamente, incapaces de dejar a un lado sus respectivos
proyectos de dominación nacional. Priman así los objetivos de poder de los
integrantes de cada gobierno y como consecuencia del aquelarre de intereses políticos
cruzados, el nuevo califato sigue adelante saliéndose con la suya.
Apoyándose,
desde luego, en tales divisiones: la guerra fría sigue viva y sus
contrasentidos alimentan al monstruo del terror autoritario que pretende
devolvernos al Medioevo cultural.
La
reflexión pertinente tras la comprobación de que el gobierno francés decretase
el estado de guerra y excepción, reduciendo más libertades personales de las
que ha venido reduciendo con el pretexto de su defensa, debería hacernos asumir
que la emergencia se ha tornado -allí y aquí- en algo constante. A entender que
al revés de lo debido, hoy la ley es la excepción y las garantías suspendidas…
la norma. Que tenemos a la peligrosísima e inasible “razón de Estado” (bajo
este u otros pretextos) ganando la pulseada contra el bienestar.
Es
comprobación cada vez más extendida que el poder político (en verdad el de quienes
lo administran) sirvió de muy poco a lo largo de los siglos si el parámetro a
considerar es el bienestar sustentable, creciente y a libre opción para las
mayorías.
Porque
tanto el poder de los políticos como su vieja y querida razón de Estado dependen
del estado de miedo de esas mayorías;
de mantener una perenne sensación de inseguridad física y financiera, laboral,
sanitaria, educativa, patrimonial y previsional; necesitada de un Gran Hermano protector.
Disciplinador. Autoritario.
Se
guardaron bien que dependiera de un bienestar
general sólido, de altos valores y autoestima, altas responsabilidad y
capacidad intelectual de decisión. Hubiera sido trabajar contra sus intereses
de casta; por su propia y natural extinción.
Uno
de los innumerables resultados negativos de este orden de cosas es el
terrorismo que hoy enferma y coarta a nuestra civilización.
Lo
es porque se trata de un orden que no fue capaz de crear las condiciones
sociales que evitaran el surgimiento de tal cantidad de fanáticos violentos.
Que
no fue capaz de sostener en alto las fantásticas banderas de los Padres
Fundadores de la revolución norteamericana, que sirvieran de ejemplo a nuestra
Argentina y a tantos otros países.
Banderas libertarias que intentaron plasmar en
una constitución que asegurase el bienestar de los más. Aherrojando al Estado
para impedir su deriva hacia el viejo autoritarismo fiscalista y regimentador
que siempre acababa ahogando las iniciativas personales y el progreso de la
comunidad. Para evitar que se transformara en un delincuente legal; en un ladrón
y un forzador.
Hablamos
de un orden meritocrático abierto, justo, inteligente y no discriminatorio que
mientras funcionó impulsó a los Estados Unidos (y a la Argentina en su momento)
al mayor crecimiento económico y a la más poderosa movilidad social sustentable
que recuerde la historia de la humanidad.
Las
fuerzas unidas de la demagogia, de la ignorancia y del humano resentimiento
aflojaron sin embargo los grilletes del Estado y la deriva descendente se
afianzó.
El
orden que gobierna la civilización occidental no es hoy meritocrático ni
abierto, salvo honrosas y pequeñas excepciones. Ni acredita ninguna de las
otras características mencionadas, en el grado en el que sería necesario
tenerlas.
Es
así como, especialmente durante los últimos 100 años, no se verificaron los
avances sociales y económicos que hubieran evitado, en retro-efecto dominó, las
recientes masacres de Francia. Además de una inmensidad de otras calamidades
observables a nivel mundial, en cuya raíz está el autoritarismo cortador de
libertades que nos rige.
La
vigencia efectiva de los derechos individuales y a la búsqueda de la propia
felicidad, fundamentos de hierro de aquella revolución y de nuestra gloriosa
Constitución, implican una “libertad de industria” de raigambre ética,
lamentablemente olvidada.
En
tal sentido, el desarrollo global de fuertes libertades en el comercio y los
servicios, en los intercambios culturales y tecnológicos, en los flujos
turísticos y financieros, en las infraestructuras y comunicaciones entre otros
ítems provoca con el tiempo poderosas imbricaciones sociales a nivel
transnacional.
Una
red de relaciones, empatía, bienestares crecientes e intereses compartidos
entre diferentes sociedades que dificulta enormemente la difusión de odios y
enfrentamientos. Simplemente porque no le convienen a la gente; porque son
caros, dolorosos e inconducentes. Del mismo modo que tampoco le convienen, por
idénticas razones, los gobiernos autoritarios. O quemando etapas evolutivas, los
gobiernos, a secas.
Asimismo,
las libertades en tecnologías sofisticadas para usos defensivos a nivel
individual y en redes privadas cooperativas de primero, segundo o tercer grado
promoverían, combinadas, un altísimo nivel de seguridades e inteligencia que
incluirían la posibilidad de letales represalias, disuasorias frente a ataques
arteros de cualquier origen. Represalias avanzadas, implacables y mucho más
desarticulantes que las del atacante que osara intentarlo.
Con el tiempo no cabrá
más que aceptar que la seguridad depende de la expansión del bienestar, que
este depende de la expansión de las relaciones globales a todo orden, que estas
dependen de la expansión de la libertad en todos los campos y que esta depende
de la contracción de los poderes estatales que la condicionan.
Se
trata, claro, del ineluctable camino hacia la no-violencia.
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