Enero
2016
El
presidente Macri tiene, según se sabe, un libro de cabecera. Se trata de El
Manantial, publicado originalmente en 1943 por la notable filósofa
ruso-americana Ayn Rand (1905-1982), años antes que su influyente best seller La Rebelión de Atlas (de
1957).
Es
una señal auspiciosa de parte de quien guía los destinos del país. Un signo de
integridad y de claridad mental.
El
protagonista de esta edificante novela, un arquitecto innovador de elevados
estándares éticos se enfrenta casi en soledad a las trabas de una sociedad
fanáticamente conservadora que se estanca (y retrocede), privilegiando un
supuesto altruismo colectivista por sobre el trabajo creativo.
Es
la eterna historia de la lucha desigual entre el ego como evidente fuente del
progreso humano y la multitud intolerante, envidiosa y pusilánime acodada en el
igualitarismo.
Su
trasfondo recala en el capitalismo como la mejor base socio económica posible
para que los creadores de riqueza y empleo prosperen: un sistema fieramente
racional basado en grandes libertades, que exige y premia lo mejor de cada uno.
El único que eleva al hombre a la sagrada condición de fin en sí mismo, rescatándolo
de la esclavitud de saberse un medio u objeto “usable” (sin su consentimiento) para
los fines de otros. El que lucha por los derechos de la gente del llano contra
los cobardes tiburones del privilegio estatista.
La
obra de Rand estimula la certeza de que la vida de cada persona es importante y
que la expectativa individual de grandes logros se justifica y afianza en la
confianza profunda en la propia capacidad.
Una
confianza que los socialistas, aún negándolo, trabajan para destruir.
Peor
aún, tendiendo siempre a juzgar a la persona que eleva su cabeza por sobre el
común antes que a sus propuestas o al resultado multiplicador de sus acciones a
mediano y largo plazo.
Está
claro: es más fácil juzgar (o prejuzgar) a un hombre que se yergue superándose
en relativa soledad que a una idea racionalmente demostrable; algo que el
propio Ing. Macri, como el arquitecto de El Manantial, padece en carne propia.
El
socialismo populista que venimos de padecer demostró su expertise en el arte clientelar de asegurarse poder para robar con
tranquilidad, atacando personas e ideas éticas mediante eslóganes demonizantes
sin fundamento racional serio.
Propaganda
repetitiva y educación pública direccionada solventadas en contra de sus
convicciones por quienes más se oponían a ello, hicieron lo suyo sabiendo que
resulta difícil dominar a mujeres y hombres pensantes: una situación de
elevación y empoderamiento popular que debían evitar -y evitaron- a nivel
masivo.
El
ingenuo (o cínico) altruismo colectivista declamado durante 3 períodos
presidenciales seguidos como justificativo (irracional a esta altura evolutiva
de la ciencia económica) para una supuesta igualdad terminó como era de
preverse, aún contando con las mejores condiciones económicas internacionales
de los últimos 100 años.
La
Argentina de fines de 2015 acabó con un Estado sobredimensionado, aislada del
mundo civilizado, con cepo productivo y crecimiento cero. Minada de
regulaciones, con muy baja inversión y grave déficit energético. Terminó endeudada
como nunca, con sus instituciones republicanas en estado crítico, con su Banco
Central vaciado y un producto bruto por habitante menor al de 2011. Con más de
8 millones de personas viviendo de subsidios de emergencia, con 1 millón y
medio de jóvenes ni-ni, con más de un tercio de su población trabajando en
negro, otro tercio sumido en la pobreza y… enroscada en el gobierno más
corrupto de su historia.
Todos
los argentinos saben esto. Aun los más de 12 millones que votaron por la
continuidad del modelo K.
Lo
saben. Y tienen miedo porque se reconocen hijos y nietos de la cultura de la
dádiva y porque la sola idea de un Presidente normal, de convicciones
edificantes que apunten a un país mejor donde se privilegie la cultura del
trabajo, es en si misma un reproche.
Como
se revela en el libro, los colectivistas bregan secreta o abiertamente para que
todos vivan del prójimo, para que todos se sacrifiquen y ninguno destaque: para
que todos sufran y ninguno goce. Para que en última instancia el progreso se detenga
y todo se estanque porque (y esto es lo más importante) hay igualdad en el
estancamiento, donde todos quedan subordinados al deseo de otros.
Falsificando
la moneda democrática de tal manera que cara sea colectivismo socialista y ceca
colectivismo fascista: veneno como alimento y veneno como antídoto.
Tal
y como relata el libro de Rand “Miles de
años atrás un gran hombre descubrió cómo hacer fuego. Probablemente fue quemado
en la misma estaca que había enseñado a encender a sus hermanos. Seguramente se
le consideró un maldito que había pactado con el demonio. Pero desde entonces,
los hombres tuvieron fuego para calentarse, para cocinar, para iluminar sus
cuevas. Les dejó un legado inconcebible para ellos y alejó la oscuridad de la
Tierra.”
Quien
hoy defiende ideas libertarias, un camino al que se accede por la puerta
liberal del mercado abierto y del respeto real de los derechos a “hacer” es, en
Argentina, otro individualista transgresor aventurándose por territorios
prohibidos.
A
juzgar por lo observado en estos primeros días de gestión, nuestro Presidente
parece haber comprendido bien estos condicionantes.
Y
-rara avis en la historia- parece haber asumido también la necesidad no sólo
política sino económica de incluir en esta gesta moral, integralmente y sin
ningún tipo de prejuicios a los colonizados por el canto de sirena colectivista
que no lo votaron.
Un
error que en los años ’40 del pasado siglo les costó el poder a los
conservadores. A pesar de los fantásticos índices de progreso social, superiores
a los europeos, que con sus políticas económicas liberales habían logrado.
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